En menos de tres semanas he
visitado dos veces una funeraria, lo cual para mí es todo un record, pues no
soy amiga de las energías que estos sitios manejan. Sin embargo tengo que aceptar que la llegada
al lugar de velación despertó en mi el autocontrol que debo tener en estos
lugares, pues no sé si es por los nervios, la mezcla de sentimientos o falta de
cordura, lo que hace que muera de risa en unas honras fúnebres. Y es que desde el re-encuentro con personas
(porque seguro a un velorio llega más gente que a una fiesta), hasta el
comentario fuera de foco, es motivo de risa.
Ahora no digo que la muerte sea motivo de risa, porque toda ella es
dramática, sino que yo creo que por más dolor, aunque sea una risa se nos
escapa (en mi caso el problema es crónico).
Mi última visita a una funeraria estuvo rodeada de confusiones (no
sabia quien era quien, y eso que eran familia), de ejercicios de observación
(las personas en un funeral son tristemente cómicas) y hasta encuentros
casuales (y eso que hubo uno que no se finiquitó con éxito).
Pero definitivamente la muerte siempre lo lleva a uno a la
reflexión, pues para lo único fijo que tenemos en la vida no planeamos nada, y
eso me llevó a pensar que cuando me muera no quiero ser velada, mejor que mis
seres queridos inviertan el tiempo en un asado o una tarde de té con galleticas y se rían, y
si quieren pues también que lloren (jejeje).
Finalmente para mi morirse debe ser algo así como el regreso de unas
vacaciones, porque llega uno cansado
pero divertido y con ganas de su casa y especialmente de su cama y su
almohada; sí, definitivamente morirse debe ser como volver
a la casa, con historias para contar y de pronto con cuentas por pagar, pero
con esa sensación de volver a repetir y hasta riéndose de lo que un día nos
hizo sufrir.
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